Baño ácido

Lo vi despertar desde las sombras. Su rostro se iluminó con la luz de la lámpara solitaria y entonces lo miré casi con ternura. Yo lo esperaba en un rincón, sentada en el piso de madera mientras me recargaba en la pared blanca. Su mirada llena de tristeza me conmovió por un instante. Se mantuvo hincado, sin ganas ni fuerzas. Los brazos le colgaban muertos de cansancio, su boca se mantenía entreabierta, con los labios morados, casi blancos, secos. Sonreí en cuanto noté sus ojeras. Qué hermoso se veía.


Me puse de pie con lentitud, disfrutando el silencio de su garganta desgarrada. Me paré frente a él para abrir la ventana, se trataba de un hueco en lo alto de la pared, muy angosto y largo. Nos invadió la noche. Una brisa del viento se coló, jugó con mi cabello y él simplemente tembló. Para verlo de frente, giré haciendo que los olanes de mi falda roja tomaran vuelo (mi favorita, sobre todo para ocasiones tan especiales como esta). Me acomodé los tirantes de la blusa negra sin dejar de sostenerle la mirada. Sus rodillas perdían estabilidad, creí que en cualquier momento caería de boca. No era oportuno que eso sucediera.


Solté una risita inocente. Me dirigía nuevamente a mi rincón preferido cuando intentó emitir algún sonido. Quiso estirar los brazos para alcanzarme, pero solamente volteé la cabeza levemente, le lancé una mirada aburrida sólo para ignorarlo y seguí mi camino. Mi sonrisa creció, mi corazón ya empezaba a acelerarse.


Encontré a mi compañero tirado en el rincón, justo a un lado de donde yo había estado sentada. Nunca ha sido mi preferido, pero quería que esta noche durara más. En ocasiones anteriores todo había sucedido con mucha prisa así que creí que con el bate podría prolongar la diversión. En cuanto mi mano tomó el palo de madera, giré para ver al pobrecillo tirado en el centro del ático, me miraba con horror. Intenté controlar mi sonrisa pero mi mirada no me dejaba mentir, disfrutaba ver su ropa desgarrada y sus manos resecas. Sobre todo ver su cuerpo tembloroso.


Me acerqué con lentitud, moví sus brazos con el bate. Me burlé de su mirada temerosa, di vueltas alrededor de él, tal como lo hace un lobo acechando a su presa. Lo observé detenidamente: su playera azul sucia y llena de agujeros, el pantalón de mezclilla oscura, ahora grisáceo y quemado de algunas partes dejando ver su carne roja e inflamada. Me detuve un momento cuando estuve tras de él para inhalar su aroma pestilente. Acerqué mi nariz a su nuca y rocé su cabello ondulado. Miedo. Me enderecé para terminar de dar la última vuelta y entonces me paré frente a él.


El hombre alzó la mirada, parecía pedir compasión. Ja, compasión. Tomé el bate con ambas manos y lo sostuve bajo su barbilla, en cuanto sus ojos se perdieron en mi mirada lo golpeé en la cabeza. Pude ver cómo, un instante antes del impacto, sus pupilas se hacían enormes y los globos oculares se hinchaban. Mi sonrisa creció y mi corazón palpitó como loco.


Quedó tendido en el suelo, escupiendo sangre y convulsionándose con debilidad, lo ayudé a acostarse con una patada en las costillas, parecía que ahora se ahogaba con su propia sangre. Tome nuevamente el bate, miré sus piernas y luego busqué su mirada. Era divertido verlo lleno de pánico.


Quería seguir golpeando, así que empecé por los pies. No me detuve hasta machacarlos. Pude escuchar como tronaban sus huesos. Me encantaba el sonido de su sangre contra la madera del bate. Su cuerpo se estremecía en cada golpe hasta que, estoy segura, dejó de sentir sus pies. No se veía más que una plasta roja pegada al inicio de sus piernas.


Me cansé del bate, así que en lo que el hombre lloraba y escupía sangre, me dirigí a prepararle su baño. Abrí la llave del agua para que se llenara la tina mientras preparaba el ácido sulfúrico. En cuanto quedó listo me dirigí con mi presa. Él ya no podía moverse, parecía que apenas podía mantenerse consciente. Lo tomé del cabello y lo arrastré a un lado de la tina y lo dejé caer.


Busqué un cuchillo y regresé con el hombre. Le sonreí con sinceridad, alcé el cuchillo y me dispuse a terminar de separarle las piernas. En lo que quedaron de sus mulos, le hice pequeñas ranuras de las que brotaba muy poca sangre. Procedí muy lento, viendo como se iba abriendo su piel, casi como si fuera médico y tuviera un bisturí. Él se alzaba y estiraba sus brazos. Gemía. Me daba risa sentir lo áspero de sus manos en mis brazos, como si de verdad pudiera frenarme.


Mis manos iban subiendo poco a poco con el cuchillo. De pronto me encontré con su estómago, con la grasa de su abdomen. Incluso me emocioné un poco y pude ver como se asomaban sus intestinos. Su garganta ya no emitía sonido alguno, ahora sólo gemía en silencio y apretaba los párpados como si eso lo pudiera salvar de la navaja.


Me detuve al llegar a su pecho, no quería tocar la garganta, ya había sangrado bastante y aún faltaba lo mejor. En cuanto vi que sus ojos de pronto se ponían en blanco, mi corazón brincó y como desesperada me puse a cortar ambos brazos. Empecé desde los hombros y terminé en sus manos. Le corté cada dedo y arranqué la piel de las palmas. Esas partes las dejé a un lado, irían directo a mi cocina más tarde.


Sabía que era muy pesado para mí, así que lo tomé de la parte inferior y lo metí en la tina. Parecía que hubiera revivido con el agua: abrió la boca por completo sin emitir sonidos y sus reflejos hicieron que se alzara logrando aferrarse a mi falda con los dientes. Aproveché eso con velocidad para tomarlo de los hombros y, entre malabares y empujones, sumergirlo por completo.


No tenía manera de sostenerse, así que se hundía. Cerraba los ojos y se agitaba con violencia. Tan pronto como entró, toda el agua se tiñó de rojo. Entonces supe que era el momento: tomé el ácido sulfúrico y comencé a poner algunas gotas. El líquido empezó a hervir. Las burbujas no se hicieron esperar. Dí vueltas alrededor de la tina mientras dejaba caer lentamente el ácido en el agua.


Después de algunos minutos el cuerpo dejó de moverse y no quedó más que el burbujeo rojizo y un fondo oscuro. La diversión se había acabado.



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