Juego callejero

Ella venía con los ojos cerrados, como durmiendo. Yo no podía dejar de mirarla desde el asiento de enfrente, de vez en cuando había gente entre nosotros hasta que de pronto el vagón quedó casi vacío. Fue cuando más pude concentrarme en ella, en su rostro, sus manos, su ropa y el leve agitar de sus chinos con los movimientos del metro.
Abrió los ojos de pronto e instantáneamente se encontró con mis ojos fijos en su persona. No me dio tiempo de reaccionar, de evadir su mirada, de moverme o siquiera respirar. Me sorprendió el color de su mirar, el café claro y desafiante que me miraba con recelo, con odio. Parecía que ella no parpadeaba; yo sentía que mis ojos no parpadeaban. Sin poder quitarme el peso de su ser penetrándome por la vista, hizo una mueca que poco a poco se fue convirtiendo en el esbozo de una sonrisa, lo suficiente seductora y lo suficiente malévola.
Me sentí seducido por un demonio.  Hechizado al instante.
Y en ese preciso momento, el vagón se llenó. Un mar de gente nos inundó y cuando menos me di cuenta, ella ya había desaparecido.
Dos días después, por azares del destino, la vi delante de mí bajando las escaleras del metro. La seguí de lejos esperando que fuera a la misma dirección que yo. Se detuvo casi a la mitad y por fortuna íbamos por el mismo rumbo. Me acerqué hasta quedar a una puerta de distancia, colándome entre la gente, viéndola de reojo. Ella traía sus audífonos, indiferente al mundo, sin máscara, sin pose. Sólo ella, su blusa negra, sus pantalones negros ajustados y su mochila colgada de lado. Ella y sus pensamientos, su música y el agitar de sus dedos siguiendo el ritmo, los cambios, moviendo sus delgados labios.
En algunos momentos alzaba la mirada buscando algo, como si me buscara y pudiera sentirme observándola. Me giré antes de que pudiera notarme y simplemente actúe como si nada, como si no supiera que ella estaba ahí. Volteé de reojo para asegurarme que seguía en su lugar y que no me había notado. Fue muy tarde. Logré verla avanzando hacía a mí, batiendo las miradas que se atravesaban a su lado, con su cuerpo ligero y su rostro desafiante.
Fingí no notarla, me acomodé en mi lugar y simulé no prestar atención a mí alrededor. Ella se recargó en el tubo de enfrente, agachó la mirada. Parecía que estaba dormitando; sin embargo, movía su pie derecho al ritmo de la música que se colaba en sus oídos. Poco después comenzó a jugar con sus pequeños y rosados labios, sonreía por partes, se mordía.
Entonces creí que debería haberle hablado, que debía acercarme a ella. Luego noté que llevaba prisa, ya pronto debería bajarme y abandonarla en aquel vagón. Fue cuando ella me miró, abrió los ojos con calma y me miró fijamente, tal como la primera vez que la vi. Volteé hacia arriba para ver el mapa, sabía que debía actuar en ese momento, justo en la siguiente estación tendría que irme.
Giré la cabeza para poder observarla de frente y así, sin soltarle la vista, me acerqué a ella. Quité a la gente que se atravesaba en mi camino. Ella sonreía con lobreguez. Por fin frente a ella le sonreí, no pude evitar notar lo alto que yo era a comparación de ella. Con una mano la tomé suavemente por el cuello (suave, mas no tierno, la sostenía como si fuera a ahorcarla) y levanté su rostro hasta que nuestros ojos quedaron completamente de frente. Ninguno de los dos dejó de sonreír (y, no, no de esas sonrisas estúpidas y vanas). Me acerqué un poco más, quité mi sonrisa, ella también. Apreté sólo un poco más y el mundo alrededor desapareció. La desafié con la mirada, acerqué mis labios a los suyos y en el instante en el que se rozaron sonó el tono de las puertas a punto de cerrar. La solté para salir justo antes de quedarme atrapado ahí dentro -incluso, tal vez, atrapado en ella-. Me di la vuelta para no arrepentirme.
Al mirarla de reojo por última vez, noté que sostenía su cuello justo donde mi mano había estado, como si ella aún pudiera sentirme apretando su piel.

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