El infierno perfecto
Desde que tengo conciencia de este hermoso lugar, siempre ha sido lo mismo. La pequeña región donde resido mantiene un aire caluroso, seco: perfecto para seguir con mis actividades. ¿Acaso no es de lo mejor lo que hacemos nosotros los demonios? Le digo todos los días a mi amigo Olfvá. Cuando recién llegamos nos regalaron un látigo y nos pusieron a cargo de unos cuantos hombres que deben quemarse en pleno uso de conciencia. Los obligamos a caminar entre piedras filosas mientras recolectan leña que deben llevar hasta la plaza de nuestro pueblo. Ahí los pequeños demonios ya se encuentran ansiosos por ver el espectáculo.
Si dejan de caminar, los azotamos; si se quejan, los azotamos; si se les ocurre mirarnos a los ojos, los azotamos. Siempre es divertido verlos estremecerse de dolor.
Acá, en Los Fuegos del Alto Rencor, vivimos demonios ya grandes, de mucho tiempo azotando, quemando y riendo. Sobre todo quemando. Esta noche íbamos a quemar a dos hombres que bajaron hace seis cátalas. En tiempo de humanos, creo que tienen aquí ocho meses, tal vez un poco menos, pero de muertos creo que ya van pa’l año, luego se tardan en echarlos pa’trás de allá arriba porque envían a mucho demonio joven por ellos y luego pasan a cotorrear en la tierra.
La cosa es que estos dos hombres se habían portado muy bien. De hecho es triste, así no nos gusta porque le quitan toda la diversión. Les leímos las reglas cuando llegaron y ni siquiera chisparon. Sumisos los chaparros. Se las aprendieron a la primera y todo lo seguían al pie de la letra. ¡Ah, qué pobrecillos! Si supieran que aquí todas esas cosas son mera basura, nomás sirve para que nos burlemos de todo. De ellos, más que nada. Pero todo lo hacían tan limpio; estaban más que muertos o locos, simplemente no reaccionaban. Creo que no sentían. Y uno se esmeraba en ponerles los vidrios, el fuego, los latigazos. Ya saben, las torturas eternas. Una ocasión los colgamos de unas piedras para que vieran los abismos de lava que se abren a las orillas del pueblo. No gritaban, no lloraban. Ninguna expresión, pues. Más que muertos, les digo.
Olfvá no creía que eso fuera posible y esta mañana estaba deprimido o eso dijeron unos demonios más viejos. El pobre aventaba bolas de fuego muy pequeñas de su cuerpo, parecía que se quería deshacer. Y es que esos humanos nefastos ni reían ni lloraban. Los estábamos mirando mientras cargaban la leña para ya quemarlos en la plaza. Caminaban sin que la leña les pesara. No sonreían, no miraban. ¡Es que no sufrían! ¿De qué se trataba? — ¡¿De qué se trata?!—, me gritó Olfvá con una voz que nunca le había escuchado. Como que sus guturales desaparecían y se trababan en su garganta.
De pronto, lo vi correr hacia ellos, quitarles los troncos de las manos y sonreír como nunca. Por primera vez les vimos el miedo en la mirada. Sus rostros estaban atónitos. Uno de ellos cayó de rodillas y al otro le temblaban las piernas. Luego Olfvá levantó muy en alto los troncos y dejó caer todo su peso sobre ellos. Todo el pueblo aplaudió.
Encantador, me recordó cuando leí el cómic de Lucifer.
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