La Baphomette

Del frío suelo nacieron sus dulces manos. Una figura blancuzca se fue materializando mientras un contoneo ascendía con cadencia. Todo se fue asomando entre las espesuras de una atmósfera pesada, acompañado por la música de una orquesta que inundaba el gran salón. Y sin embargo, no había ningún instrumento ni nada ni nadie que pudiera exhalar música.  

Una masa etérea de polvo blanco acentuaba su frágil aparición. Las manos precedieron a los cuernos, luego de los cuernos se mostró su negro cabello que colgaba sin temor; después de las sombras de su cabello, se asomó su rostro inmutado y sus párpados cerrados con delicadeza. Así danzaba ella, La Baphomette. Sus manos y sus caderas se movían tentando una melodía lúgubre y de mortuoria singularidad. No abría sus ojos para no mirar a los invitados, ¿pero cuáles invitados? Sabía que ningún otro cuerpo se erguía ahí. El gran salón se había preparado para que danzara con aquella voz que de pronto brotó de las paredes y que descendió desde las lámparas, recorrió los balcones y avanzaba hacia ella. Sabía que la observaba, aunque todo estuviera vacío.

El gran lugar, de altos techos y decoración ornamental, se iluminaba por vagos destellos rojizos que brotaban de las columnas corintias. Las figuras que ahí se petrificaron eran mujeres de la misma complexión, con las mismas facciones, con los cuerpos tan parecidos, los deseos tan encarnecidos e inmortalizados. Siempre con las manos apuntando al cielo o pidiendo que te acercaras a besarlas, ahí, en su cuerpo de piedra sobre las columnas que detenían el palacio.

Así la voz deseaba besar a la danzante aparición, siquiera rozar la fría silueta que ya se movía con una rabia de flama alborozada. Los labios entreabiertos de La Baphomette exhalaban sombras negras que luego surcaban entre el polvo blanco, así avanzaban lentamente hacia las columnas, hacia los balcones dorados. Hasta fundirse con vehemencia con las paredes hemáticas, como si quisieran adorarlas, manipularlas hasta lograr que su negrura volara fuera de aquel encarcelamiento. La dama, indiferente a las sombras que dejaba escapar, seguía moviendo su cuerpo esperando que la voz lograra alcanzarla.

Aguzó sus oídos para no perder el ritmo del que le susurraba. Una estela rojiza se acrecentó conforme el tono de voz se fue haciendo más grave. La orquesta fantasmal acentúo un vals dignó del infierno, los sonidos terminaron por invadir el salón. La estela rojiza formó un cuerpo poco menos etéreo que el polvo negruzco que exhalaba La Baphomette en cada suspiro. La rodeó con ímpetu, danzando a su compás. Por fin ella abrió sus párpados y miró con sus ojos de fuego la estela roja que irradiaba calor.



Estiró sus delgadas manos queriendo asir el cuerpo mal logrado que la envolvía, miró fijamente los cuernos ajenos que también danzaban sin prisa. Quiso sonreírle al demonio que la había irrumpido, deseó besarlo un poco. Deseó asir entre sus labios algo de aquella estela que buscaba tan impaciente su cuerpo. Y el demonio que se encrespaba y temblaba ante la figura de La Baphomette. Flotaba con delicadeza a su alrededor, aguardando un momento oportuno para también mirarla a los ojos, para materializarse como ella y ya no asirla, sino tomarla firmemente. «La Baphomette», cantaba el demonio con soplidos de fuego. Ella sonreía. «La Baphomette»; luego la música que ya los asfixiaba, al igual que el humo, las llamas, el calor. El salón se incendiaba.


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