Viaje esporádico

Las mañanas frías siempre son mejores. Sobre todo cuando cae la neblina, cubre tu cuerpo e impide la vista lejana. Así te concentras en lo que te rodea, ahí, cerquita. Caminar sobre el camellón es su momento favorito del viaje, encontrarse con esos árboles que dejan caer sus ramas, casi siempre más grises que cafés, y se sacuden las hojas que caen, tiemblan, se desploman con lentitud hasta llegar al suelo negro, vacío. No está dormida, no está despierta. Y saluda a las mujeres patas de tentáculos y a los hombres vagabundos que se arrastran tratando de lamer el flujo de la vida. Feliz viaje, ¿a dónde vamos? A pasear a las criaturas, ya sabes, pequeñas bestias hambrientas. Bueno, hasta luego. Nos vemos el que sigue. Y oculta la sonrisa que nunca debió asomarse. Suspira profundamente (se inflan sus pulmones, levanta el rostro, mira las nubes, la neblina, el sol escondido), luego suelta el aire (entonces sus pulmones se desinflan, baja la mirada y se queda observando el piso). No deja de andar.

¿Les ha pasado que estos hermosos días (sin lugar ni espacio, de hecho, tal vez ni tiempo) todos ellos salen a fingir que siguen vivos? Y caminan entre nosotros, con sus hermosos colores y sus caras pintadas de mil colores. Pero ella lo sabe, y no lo finge, los admira y los saluda.

Sobre la avenida, sobre las calles y hasta encima de las casas, pasa el carnaval. Desfilan los autos disfrazados, las caras montadas, los trajes rasgados. Muchos otros siguen debajo, persiguiendo sus rumores, pisando las sombras, gritando para llamar la atención. ¡Pobres de los que brincan en cada susto! Ella sólo ríe por dentro. Le sonríe al frío, se concentra en sus manos heladas y sigue caminando.

¿No sería aún más hermoso ver siempre todo lleno de sus colores, de sus adornos, de los colguijes? Todo detenido en un ocaso eterno que nos manche el alma, que nos manche la vista de ese hermoso rojo-naranja-brillante, y nos haga sonreír entre todos los seres para bailar con sus feos gestos. Ella así lo piensa, y camina entre la niebla, pisando los azulejos de un piso que le sonríe, que juega con su mirada y transforma sus cuadrados en rombos Los rombos que juegan con sus sentidos y le hacen creer que están en tercera dimensión, que en realidad es un camino rojizo que se eleva. Sus pies juegan a no salirse del camino, a no perder el equilibrio. 

Hasta que de nuevo debe mirar el cielo y se encuentra con un techo diferente, siempre negro, nunca abierto, con olor a tierra, de inframundo le llaman algunos. Saluda a la madera eterna, su compañera de siempre. Buenas noches, hasta la próxima. Y no le responde, porque ahí las cosas ya no hablan, la madera ya no suelta hojas, ni flores. Ya no corre el viento, ni hay luces u ocasos. Como siempre, debe dormir o despertar, lo que sea que se supone deban hacer en los ataúdes.





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